jueves, 1 de noviembre de 2012

Amparo Dávila, cuento El HÚESPED



Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que no se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre y siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos  y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas  y de las personas. Mi vida desdichada, se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada suplique a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. "Es completamente inofensivo" - dijo mi marido mirandome con marcada indiferencia. " Te acostumbraras a su compañía y, si no lo consigues..." No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa- mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito- sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniendolo ahí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación.
Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a que hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos al rededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían la habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que era frecuente. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos de enrredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cúanto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.
En el jardín cultivaban crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begoñas y heliotropos.  Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atento, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.
Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme hubo muchas veces que cuando estaba preparando la comida veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mi... yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si no hubiera pasado.
Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mi. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más grande pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensaba que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descibría en algun oscuro rincón del corredor, bajando las enredaderas. " ¡Allí está ya, Guadalupe!"; gritaba desesperada.
Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: -Allí está, ya salío, esta durmiendo, él, él, él...
Sólo hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez en la madrugada antes de acostarme. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con el pequeño a dormir y yo quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado... Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían...
Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera... Cuando desperté lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante... Salté dé la cama y le arrojé una lampara de gasolina, que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soprotado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento... Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrello en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.
Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.
Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo... Guadalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño.
Aún no sabía explicar cómo le quite al pequeño y cómo me lancé contra él con uan tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí.
Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trato de hacerlo con el  pequeño Martín "Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así... te he explicado mil veces que es un ser inofensivo".
Pensé entonces huir de aquella casa, de mi marido, de él... Pero no tenía dinero y los medio de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quien recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.
Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en un cuarto.
-Esta situación no puede continuar- le dije un día a Guadalupe.
-Tendremos que hacer algo y pronto- me contestó.
-¿Pero qué podemos hacer las dos solas?
-Solas, es verdad, pero con un odio...
Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.
La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.
No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día, despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y sus niños durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.
Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaban hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia...
Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas que hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo en comer.
Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando lo estuvo terminado, Guadaluepe y yo nos abrazamos llorando.
Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento... Al principio golpeaba la puerta, tirándonos contra ella, gritaba desesperado, arañaba... Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos...! A veces pensabamos que mi marido regresaría antes de que estuviera muerto. ¡Si lo encontrara así...! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas...
Un día más, antes de abrir el cuarto. Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.


FICHA DE AUTOR:
Amparo Dávila, narradora y poeta mexicana. Nació en Pinos Zacatecas, pero residió gran parte de su vida y estudió en San Luis Potosí. Escribió sus primeros textos en la revista Estilo en la ciudad potosina. Suslibros son Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1964) y Árboles petrificados (1977)

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