sábado, 16 de mayo de 2020

Gabriela d´Arbel, cuento LA YAYA





Ya no sabíamos qué hacer con el asunto de la Yaya Delia, la noche en que se murió todos los vecinos querían estar seguros de que el corazón se le hubiera detenido, hasta trajeron al doctor que les aseguró que ya estaba muerta. Todos se fueron a su casa y nosotros nos quedamos quietos mirando a la muertita sin saber qué hacer. Isidro nos ayudó para preparar el entierro. Esperamos a que se hiciera de noche y la enterramos en el panteón que está en las afueras de San Martín. Improvisamos una lápida con piedras y le pusimos una cruz, sin nombre por supuesto, Isidro miraba para todos lados por aquello de que nos hubieran visto. Nadie quería que el cuerpo de la Yaya estuviera cerca de los otros difuntos, pero nosotros no teníamos otra opción. Después de ese día comenzaron los problemas, cuando los lamentos de la Yaya se empezaron a escuchar en la calle de Vasco de Quiroga, espantó el sueño de los vecinos. En la mañana, Alicia nos fue a reclamar que no pudo dormir en toda la noche, escuchaban los chillidos tan fuertes, que su sueño se volvió una pesadilla. 
Qué podíamos hacer nosotros, era imposible atrapar las maldiciones de la Yaya, porque sabían en donde esconderse, en las mañanas se metían a los túneles de las ratas y por las madrugadas se escuchaban cerca de las casas, provocándonos mucho dolor de cabeza. Eso no fue lo peor, al segundo día del entierro clandestino, Oscar el dueño de la tiendita, nos avisó que el cuerpo de la Yaya estaba en el Callejón de la Caridad, le pedimos a Isidro que nos ayudara a cargar a la abuela, ésta ya no se parecía y estaba dura. No nos dejaron enterrarla en el panteón, pusieron a un muchacho a vigilar para que no nos acercáramos. El pobrecito de Isidro y nosotros hicimos un agujero atrás de un baldío, ocultándonos entre los nopales para enterrarla. En la tarde llegamos bien cansados y mi mamá nos dio agua de limón. Esa vez duró más días enterrada, pero un vecino habló de la calle de Arrollo seco para que fuéramos por ella. Isidro ya no quiso acompañarnos, le dolía la espalda. No tuvimos otra que arrastrar el cuerpo, pesaba mucho, y nos tardamos toda la tarde para llevarlo de nuevo al agujero. Pensamos que la tierra no la quería. Pusimos muchas piedras encima para que no se volviera a salir. No pasó ni un día, cuando nos hablaron del templo del Saucito para que fuéramos por ella. La abuela Delia estaba en el atrio. Esa tarde ya no fuimos por ella, mejor agarramos nuestras cosas y nos fuimos. Estábamos cansados, no podíamos seguir cargando con todas las maldades de una bruja, aunque fuera nuestra Yaya. 


FICHA DEL AUTOR
Gabriela d´Arbel nació en Guadalajara Jalisco, pero lleva viviendo gran parte de su vida  en el estado  de San Luis Potosí es poeta y narradora, este texto fue sacado del libro La casa azul.


miércoles, 7 de noviembre de 2012

Antonio Pérez, cuento LA FINCA




La finca ya no esta abandonada. Alguien la ha pintado de amarillo, levantó los barandales rotos y estacionó un vehículo nuevo frente al pórtico. Ahora resalta entre los árboles a la orilla del río, en la parte donde se forman pequeñas laguna. Puede verse por la carretera a dos kilómetros de distancia y si se observa un momento sin mover los ojos, parece una flor tirada en la alfombra. Tal vez la parte trasera de la casa se ha caído junto con le laboratorio, o los nuevos dueños lo han encontrado y no saben que hacer con él. Quizá también limpiaron el camino a casa y aplanaron la tierra de los patios para sembrar pasto. Hicieron muchos hallazgos durante la mudanza y posiblemente todavía lo estén haciendo. Pero nunca van a encontrar las dos tumbas.
Al salir de la segunda curva disminuyó la velocidad y miró detenidamente  la finca. Es como si por primera vez platicara con los dos ancianos en el jardín abandonado de la casa. Ellos eran los únicos que ahi vivían desde hacía más de un siglo con algunas interrupciones. Yo los maté en mis días de estudiante cuando viví con ellos y si resucitaran volvería a matarlos. A ellos los conocí una tarde muy soleada. Estaban descansando sentados en el filo de la puerta mientras se cubrian el sol  con sus viejos sacos negros. tardaron mucho en atenderme, como si no notaran mi presencia o fuera yo uno de los miles de pájaros metálicos labrados en la reja. Luego platicamos un poco y al final me quedé a trabajar en la finca a cambio de un salario regular, cuarto para dormir y no hacer preguntas.
Al compararlos de cerca, parecía como si entre ellos existiera una diferencia de cien años de edad. Luis Ramón era el más viejo y el único saludable. A veces pasaba la noche leyendo en voz alta para el otro anciano  que siempre se quedaba dormido en la silla de ruedas. Guillermo estaba enfermo y su salud empeoraba, despedía un olor a podrido y penetraba con manchas líquidas los lugares donde se quedaba quieto un momento, o bien se le desprendía de todos lados unas minúsculas vendas, dándole la imagen de un pordiosero con el cuerpo tatuado de copos de nieve.
Nunca me dieron sus nombres, yo lo supuse por una plática, después supe que eran padre e hijo.
Ante el tedio de la inactividad me puse a limpiar la casa, una habitación cada día,  pero al cabo de dos semanas me prohibieron hacerlo en las alcobas ocupadas por ellos en la parte trasera de la casa.
Ahí es donde escasamente disfrazada. en la pared, con algo parecido a un toallero y no era otra cosa sino una cortina corrediza. La vi por casualidad una noche cuando pasaron haciendo ruido y maniobrando cosas.
A veces era notoria la ausencia de Guillermo, a quien dejaba de ver por espacios de un mes. De hecho él nunca aparecía solo, más bien era otro anciano quien lo llevaba por todas partes y a veces parecía olvidarse de su hijo. Entonces se escuchaban resoplidos o gritos en el fondo de la casa, otras veces una vibración sobre el piso o golpes en la pared del laboratorio, pero no podía investigar. Así fue a lo largo de un año, hasta una ocasión cuando llegué muy temprano y encontré a Guillermo tirado junto a la silla de ruedas. Quise ayudarlo, pero lo solté inmediatamente porque no había en él ningún rastro de vida. Estaba frío, con los ojos abiertos, completamente rígido. De pronto apareció Luis Ramón y me pidió que lo acostáramos en mi cama. Esperé un poco en la puerta por si necesitaba ayuda, pero se negó, únicamente me dijo que regresara hasta el lunes y puso algo de dinero en mi bolsa.
Regresé  una semana después del incidente. Ahí estaba Luis Ramón soportando los gritos de dolor del otro anciano que permanecía sentado en la orilla de la cama. Lo estaba enseñando a peinarse mientras le decia que el dolor era pasajero y le besaba las mejillas en medio de una plasta de saliva albuminosa  y repleta de espuma blanca. Me acerqué muy lentamente para no interrumpir, pero luis Ramón advirtió mi presencia. Nos miramos largamente y él empezo a hablar de las maravillas de la ciencia y cómo ésta había obrado por el hombre de la cama. Yo me limitaba a seguir callado, sin apartar la vista de ninguno de los dos, en especial de Guillermo a quien creía muerto y sin embargo estaba en la cama retorciendose de dolor.
Guillermo tardó mucho en recuperarse. Ahora apestaba más y dejaba manchas purulentas por todos lados donde pasaba la silla de ruedas. La casa olía muy mal, al extremo de sólo ser posible comer en el patio. Fueron dos meses entre gritos, ruidos extraños y pequeñas agonías. Entonces emprendí verdaderas búsquedas por la casa, sobre todo cuando supe que Guillermo tenía ciento veinte años y su padre ciento sesenta. Pero a pesar de mis investigaciones supe algunas de sus cosas como las veces cuando pasanban horas enteras unidos por los labios, o del silencio de Guillermo al soportar los golpes de su padre.
También a mi me besaban, o hacían cosas por el estilo conmigo. No sé exactamente el modo, pero la primera vez fue al terminar la cena y me acosté temprano porque tenía mareos. Ya estaba acostado cuando fueron hasta mi alcoba sin hacer ruido. Luego de varias horas Luis Ramón entró a gatas con algo que olía a hospital, lo dejó junto a la almohada y se fue.
Después recuerdo su cara pegada junto a la mía, sus gestos como de quien mira dentro de un vaso cuando sorbe con un popote. No pude moverme ni hacer nada, aunque tampoco puedo decir si lo sentía molesto o no. Me dio asco, pero pensé que era por el vino de la cena. Esa noche no soñé nada tampoco las siguientes, sólo recuerdo imágenes repetitivas en color amarillo y lo dificil de levantarme en la mañana. Desde la noche tampoco salí de la casa. Eran como dos trapos arrastrandose por el suelo y sin embargo les tenía miedo, me daba miedo la capacidad de Guillermo para soportar los puñetazos de su padre sin moverse de su lugar ni quejarse, las lecturas interminables de Séneca y Baudeliere, el tarareo interminable de Luis Ramón durante el día. Luego mi horror aumentó cuando me pidieron mudarme al cuarto inmediato al laboratorio. Yo los obedecía sin reparar en nada y hasta cooperaba con ellos, incluso cuando pusieron unas placas de acero bajo mi cama.
La noche que los maté fue especialmente angustiante por la tos reseca y los quejidos de Guillermo. Esa vez entré al laboratorio antes de hacerlo ellos. Después de un largo silencio aparecieron por el pasillo, pero el hijo iba amordazado y con las manos atadas a la silla de ruedas. Yo los observaba desde un gabinete abandonado al extremo del salón. Por fin una vez encerrados por dentro, quitó los trapos de la cara y manos de Guillermo, después lo colocó en la plancha. Este gritó que lo dejara morir definitivamente porque ya no resistiría otra resurrección. Luis Ramón seguía en lo suyo, preparando algunos instrumentos, luego sacó de un cajón montones de vendas y las puso en la plancha, donde estaba el inválido. También encendió una luz blanca, muy intensa, algo que dejaba ver en derredor de ambos hombres una especie de fantasma amarillo con la carne llena de agujeros. Guillermo no dejaba de gritar y se enterraba las uñas en la cara. El otro estaba llorando en silencio hasta que pareció exasperarse. Tomó a su hijo por el cuello mientras le hundía los dedos en la garganta. luego lo dejó repentinamente y le hablaba entre sollozos del gran amor y finalmente de mantenerlo vivo hasta la muerte simultánea de ambos.
El hijo le preguntó a Luis Ramón si iba a matarlo. El viejo no le contestó, simplemente puso una cánula en el brazo del invalido, pero esta vez Guillermo se defendía colgándose del cuello de su padre. Así estuvieron mucho rato, sacudiéndose mutuamente hasta que el enfermo volvió a derrumbarse en la plancha. La forma amarilla desapareció entre las sombras. Luis Ramón tomó una lámpara también de luz muy intensa e hizo como si buscara por el laboratorio. Luego dio hasta donde la mancha se escondía en otra gaveta. La mancha se filtró por entre las rendijas, pero el anciano le cortaba las salidas, la hizo ir hasta un recipiente húmedo y al final la sumergió varias veces, haciendo la mímica de lavarla. También exprimió las inflamaciones de Guillermo y al final estuvo atándole la mancha al cuerpo usando las pequeñas vendas. La mancha se resistía, parecía como si un chorro de aceite gritara  porque lo acercaban a un sartén. Cuando terminó de atarla al cuerpo de Guillermo, éste volvió a convulsionarse y cayó al suelo, luego caminó de rodillas con la cara arrastrando por el piso al ritmo de la mancha que por momentos parecía iba a romper las vendas. Iba a salir de mi escondite para levantar al anciano, pero Luis Ramón abrió la puerta de la gaveta y con la lámpara me alumbró de lleno haciendo huir al otro lado del cuarto una mancha que salía de mi cuerpo. El anciano  me miraba con los ojos llenos de lágrimas e imploraba que dejara el lugar, pero no pude porque estaba muy asustado viendo mi mancha entrar al hombre en la plancha. Entonces en lugar de salir fui a la plancha y le pegué a Guillermo en la cara con los puños hasta deshacérsela. Mi mancha salió del cuerpo junto con la suya, luego anduvimos dando vueltas por el cuarto chocando en todos lados. Luis Ramón las seguía con una lámpara, pero escaparon por la alcantarilla. Hundió la cara en la cloaca y las llamas con una especie de canto parecido al ruido de un violín con las cuerdas flojas. Le pisé el cuello y así me estuve, como si con eso le ayudara a mirar más adentro del abismo. Paso un rato, pero las manchas no regresaban, luego me sentí muy triste, como si todos en el mundo se hubieran muerto por mi culpa. También yo grité y trataba de imitar el canto del anciano, sin embargo las manchas no volvieron.
Esa noche llovía mucho. Yo llevaba muchos días así y la tierra estaba blanda. Los dejé muy lejos uno de otro, Luis Ramón junto al pórtico. Guillermo atrás, en la parte sombreada donde cae la tarde, una sombra redonda y oscura sobre una ensalada de arboles pequeños. Hoy también llueve mucho, tanto que la casa queda oculta en el gris del paisaje. Parece como si el suelo se terminara para sacar los cuerpos al ras de la finca. Pero no sucederá nada a menos que sea el día del juicio final y ellos se levanten a recoger sus infecciones  y después de eso alguien los ayudará a sacar las manchas amarillas de la cloaca para luego atárselas con venditas, alguien caminando tras ellos en un eterno soportar de mal olor, de saliva untada, de resurrecciones, verlos pasarse el alma boca a boca como ellos lo hacían a escondidas y pensaban que nadie los estaba viendo.


FICHA DEL AUTOR
Antonio Pérez es un escritor y narrador Potosino, cuento sacado de su libro La tarde espumosa del hombre diferente.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Elisa Carlos, cuento EL TRÁGICO DESTINO DE BULMARO




Todo empezó cuando la madre de Bulmaro quiso probar suerte con los homeópatas; él la acompañó a ver al doctor López. No lo conocían, se habían enterado de su existencia a través del directorio telefónico. Dijo Bulmaro que desde el principio se sintio inquieto. No le gustó mucho la mirada del médico y trató de ocultarse detras de su madre mientras ella contaba sus achaques. Sin embargo, los ojos del doctor lo miraban insistentemente por encima del hombro de la señora. Se sintió incómodo y trató de salir diciendo que esperaría en la salita contigua. Cuando ya estaba por abrir la puerta, el homeópata le dijo que quería hablar con él en el cuarto, cuando terminara de ver a la paciente. Bulmaro se alarmó un poco porque creyó que su madre tenía algo más serio. Por eso aceptó. Y cual sería su sorpresa cuando el individuo le dijo: "Usted ha vuelto a la tierra más de mil veces" Nos comentó Bulmaro que se le desprendió la mandibula inferior. El doctor continuó, "creo en la reencarnación y desde hace muchos años investigo. Hipnotizo a la gente para estimular sus recuerdos ancestrales, en otras palabras los induzco a recordar sus vidas anteriores. Distingo a las personas y le aseguro que me he equivocado pocas veces. Creo que usted es un sujeto propicio. Permitame hacerle una regresión". A Bulmaro le dio pena negarse; le prometió pensarlo y comunicarse con él en el curso de la semana.
Nos platicó la historia como una puntada. Ahí hubiera terminado todo, si no se le hubiera ocurrido a Héctor seguirle la corriente al homeópata. Nos costó trabajo convencer a Bulmaro y esa semana le hicieron la regresión. El doctor hizo varios pases, le dijo a que cerrara los ojos y lo fue llevando hacia atrás: a los cinco años, a los dos, uno, a los meses dentro de su madre y, por último hasta antes de ser concebido. Al llegar ahí Bulmaro ya no respondió; y entonces el doctor le preguntó.
      - ¿En que año se encuentra en estos momentos?
Silencio. El médico insistió.
      - Es el mes de noviembre de mil novecientos cincuenta y dos
      -respondió una voz de niña.
Se nos trabó el aire en la garganta y nos inclinamos hacia delante para oír mejor.
      -¿Qué edad tiene?
      -Nueve años.
      -Cuenteme todo lo que está pasando.
Balbusceos, gemidos de Bulmaro. El doctor insistió.
     -Cálmese, aquí estoy con usted, no le va a pasar nada.
Hableme de lo que ocurre.
     - Mi madre nos encerró, tengo mucho miedo.
La voz del doctor se hizo más suave y paternal.
      -¿Quien está contigo?
-Mi hermana Florencia. Ella está llorando, también tiene miedo.
      - ¿A que le temen?
      - A ella. ¡Ayúdenos por favor! ¡Va a matarnos!
El doctor no esperaba algo así. Me di cuenta por la expresión de su cara.
      -Calmate, eso no va  suceder, es tu mamá, te quiere, no puede
hacerte daño.
      -¡Si, si  puede! Ella... ella mató a mi padrastro y nosotras la vimos,
por eso nos quiere matar. No podemos salir, ¡Ayúdenos!
Bulmaro gritaba con una voz infantil. Héctor trató de interrumpir la
sesión, pero el doctor se lo impidió con un ademán brusco.
       -¿Cuando lo mató?
       - Hoy en la mañana le clavó las tijeras en el cuello y se salió corriendo de la casa. Nosotras nos quedamos con él. Vimos como se le salía toda la sangre... ¡cómo se revolcaba!... se fue quedando quieto hasta que ya no respiró, tenía la cara blanca, blanca. Florencia se puso a gritar al ver el charcote de sangre. Entonces regresó mi mamá y le dio tantos golpes en la cara que mi hermana se tapó la boca con la mano para que no se le salieran los gritos. Luego nos encerró.
       -¿Puedes escucharla?
Ya no. Hace un rato estuvimos oyéndola caminar por toda la casa, arrastrando cosas, después parece que salió a la calle.
La respiración agitada de Bulmaro decidió al doctor terminar la sesión. Le ordenó despertar en cuanto terminara de contar hasta tres, pero, no le obedeció. El doctor repitió la orden con el mismo resultado.
Fue cuando escuchamos nuevamente la voz de la niña.
      -¿Qué pasa? ¿Por qué se fue? Saquenos de aquí, por favor. El doctor se había puesto lívido.
Claramente se veía que aquello era nuevo para él.
Lentamente tomó asiento al lado de Bulmaro y preguntó.
      - ¿Me puedes decir cómo es la habitación en la que están encerradas?
-Estamos en la cocina.
      -¿Cómo te llamas?
      -Isabel Gómez.
      -Mira, Isabel, ve a donde están los cuchillos, toma uno y trata de abrir la cerradura con él.
      -La puerta no tiene cerradura, se atranca por fuera.
      -¿Y la ventana?
      -También se atranca por fuera...!pronto¡, haga algo, oí sonar la puerta de la calle, ¡por favor!
En ese momento me percaté de cuánto nos habíamos involucrado en el extraño drama. Todo ocurría dentro de la mente de Bulmaro y sin embargo, nuestras caras estaban contraídas y cubiertas de sudor. Miramos al doctor, quien en ese momento se frotaba la cara frenético. Intentó una vez más despertar a Bulmaro, pero fue inútil. La voz infantil seguía pidiendo ayuda. El doctor estaba mudo. Héctor no aguantó más y le gritó.
      - ¡No se quede así!  ¡Dígales que se defiendan!
Héctor, y creo que no sólo él, daban por cierto lo que estaba pasando. El doctor, al fin, le ordenó ha Isabel.
      _Isabel, defiendanse.
      -¿Cómo?
      -Mira a tu alrededor. Debe de haber algún objeto que puedas usar como arma.
      -Sólo estan las escobas y los trastes... ¡Ya viene! ¿Qué hago?
      -Los cuchillos, niña, defiéndanse con los cuchillos y ...
Se dio cuenta de lo que estaba diciendo e interrumpio la frase.
       -No, no, espera yo...
No lo dejamos terminar. Creímos que esa solución era la única esperanza y nos presipitamos sobre el;
Héctor le tapó la boca con la mano. Mientras tanto, Bulmaro se retrocía con violencia y de su boca se escapaban palabras confusas que no entendíamos. Luego, se fue calmando hasta llegar a la inmovilidad y su cara adquirió otra vez la expresión normal. Nos relajamos. El doctor se incorporó, y lento preciso, dio la orden y Bulmaro abrió los ojos.
     Esa noche, después de varios tragos, terminamos riendonos a carcajadas de la extraña experiencia. Como Bulmaro no recordaba nada de lo ocurrido, nos burlamos de la cara que puso al escuchar  la grabación. Pasaron las semanas, y cuando ya casi habíamos olvidado a Isabel Gómez, apareció el doctor López en la casa de Bulmaro. Como visitas asiduas que éramos estábamos ahí y pudimos escucharlo pedir otra, sesión de hipnosis. Ante la terca negativa de Bulmaro suplicó que lo escucharamos un momento. Aceptamos.
      -Lo que pasó esa noche fue muy extraño. La regresión por hipnosis no se parece a lo que ustedes vieron. No me explico como llegamos a dialogar con... no se como llamarle, Bulmaro o Isabel o... lo que haya sido. Pero no se supone que eran recuerdos. Y si sólo eran eso, entonces... no pueden modificarse sin una orden previa, es imposible y sin embargo, Isab... "aquello" procedió tan independiente, como si... no sé como decirlo... parecía estar vivo. Además, ocurrió algo que también viola las leyes de la hipnosis: Bulmaro no aceptó despertar como se lo ordené. Eso no es posible. He pensado todo este tiempo tratando de encontrar una explicación y, siempre me estrello con un muro de enigmas. Tienen que ayudarme, necesito repetir la experiencia.
La curiosidad cayó sobre nuestras cabezas. Intercambiamos miradas, pero nadie dijo una palabra. Intercambiamos miradas, pero nadie dijo una sola palabra. Esperábamos la respuesta de Bulmaro, era su derecho. Al cabo de un rato respondió.
     -Está bien, pero prométame que será la última vez que insiste.
La madre de Bulmaro pidió que la sesición se llevara a cabo en la casa. El doctor aceptó y en ese instante, sin prolegómenos de ninguna clase llevó a cabo los pases hipnoticos.
     -¿En donde se encuentra?
No hubo respuesta. Movimientos furtivos denunciaron la impaciencia de los presentes.
     -Bulmaro, ¿me escuchas?- insistió el homeópata.
     Silencio. Lentamente, nos cubrió el desconcierto; el doctor tomó asiento a un lado del sillón en donde se encontraba Bulmaro, sus hombros caídos hablaron de sus desilusión. Se pasó un pañuelo sobre la frente y comentó:
     - Lo que haya sido ya no se encuentra ahí. Posiblemente... la mataron.
Nos estremeció esa posibilidad. En mi mente, la fantasía pintó con tintes sangrientos la escena final de aquella tragedia. Después, la razón dio la batalla y el alivio recorrió mi cuerpo, "que tonterías estoy imaginando" pensé en ese momento escuchamos, sobrecogidos, la voz desconocida de una mujer.
      -Por fin ha vuelto, hace ya muchos años que lo espero.
     Las palabras venían del interior de Bulmaro. Lo miré y la sangre se me congeló. Sus ojos estaban abiertos y recorrían la sala curiosos. La madre de Bulmaro se cubrió la boca con las dos manos y el doctor se puso de pie violentamente.
     -¿Quién es usted? - preguntó.
      -¿No me recuerda? soy Isabel- respondío Bulmaro con aquella misma voz y mirando con descaro la cara del médico.
     Horrorizados, lo vimos levantarse del sillón con movimientos  felinos.
Héctor trató de tomarlo por el hombro pero, "eso", que no era Bulmaro, lo esquivó. El doctor, pálido como la luna, intentó despertarlo. Fue inútil, "aquello" se retorcio como acomodando los músculos y volvió a sentarse. A pesar de que las facciones y el cuerpo eran los de Bulmaro, no se le parecía.
Contra toda razón y toda, lógica, "eso", que estaba ahí, sonriendo con sarcasmo, era una mujer desconocida.
     -Soy libre-murmuró.
     -No entiendo... ¿libre de qué?... eras una niña, cómo es posible... ¿Qué pasó aquella vez en la cocina?- balbuceo el doctor tembloroso.
     -Nos defendimos.
     -¿Y ella? ¿Qué pasó con tu madre?
      -¿Ella?... ah, si, ella, no me pregunte- dijo distraidamente mientras giraba la cabeza observando el lugar.
      -¿Y tu hermana?
Pareció no escuchar; se levantó, fue hacia la ventana y espió a través de la persiana. El doctor repitió la pregunta. Y entonces, los ojos desconocidos  se entrecerraron para mirarlo.
     -Está muerta- contesto al fin.
     -Por favor cuéntame ¿cuándo moriste?
     -Nunca, ¿No me ve? Estoy viva- respondio burlona.
     - ¡Cómo! ¿Qué ocurrió? Dímelo, te lo suplico.
     -No tiene caso, lo que pasó, pasó, no quiero hablar de eso.
     El doctor insistió sin ningún éxito. Espantados, nos era imposible digerir aquello. La miábamos ir de un lado a otro de la sala sin que se nos ocurriera algo. Aún seguíamos paralizados cuando "aquello" abrió la puerta de la calle. Se quedó de pie en el umbral mirando hacia la noche. Un rato después, le dijo al doctor.
     -La mente y el azar son misteriosos. En ocasiones se conjugan para propiciar... digamos... "Salidas", y lo que parece imposible ocurre. No le voy a dar una pista: Hospital San Francisco, en la
ciudad de Tijana- terminó.
No lo pudimos impedir. Salió a la calle cerrando la puerta detrás. Tardamos un rato en reaccionar, cuando llegamos a la banqueta, había subido a un camión. Hicimos lo posible pero, no pudimos alcanzarlo. Lo buscamos por todos lados sin éxito.
     Dimos parte a la policía  y nada, parecía como si se lo hubiera tragado la tierra. Estábamos desesperados, nos sentíamos culpables; nosotros sus amigos, éramos complices en el experimento. Héctor desquitó su rabia golpenado al doctor. Algo inútil, el pobre hombre estaba desolado.
     Dos meses después de aquella extraña noche, recibí un telefonazo del médico. Había recordado el dato que le había dado Isabel o Bulmaro (No sabíamos como llamarle): el hospital San Francisco, en Tijana. Esa noche nos reunimos con Héctor y después de largas discusiones decidimos ir a la ciudad. No sabíamos que íbamos a encontrar, ni siquiera estabamos seguros de que hubiera un hospital con ese nombre, pero era la última esperanza.
     Al día siguiente, llegamos a Tijuana, preguntamos, y con sorpresa, nos enteramos de la existencia real del nosocomio. Nos fuimos inmediatamente para allá, pedimos hablar con el director. Nos hizo pasar y el doctor López fue directo al asunto.
     - Queremos saber si aquí seben algo sobre una mujer llamada Isabel Gómez.
     - No se, tenemos muchos pacientes, algunos llevan años abandonados en este lugar. ¿Son ustedes familiares?
     No, somos amigos de uno de ellos.
     -Pasen con la señorita encargada del archivo si son tan amables. En este momento me comunico con ella- dijo tomando el teléfono.
En la oficina de archivos nos recibió una mujer vestida de enfermera a quien dimos los datos. Nos pidió esperar y salió.
Después de media hora regresó.
     -Efectivamente, la mujer llamada Isabel Gómez fue paciente del hospital, pero llegan ustedes demasiando tarde.
     -¿Cómo? ¿Cuando salió?
     -No salió nunca. Según nuestros archivos, estuvo cuarenta años en estado de coma. Pobre mujer, llegó siendo una niña, un caso terrible.
     -¿Quiere decir que ha muerto?
     -si
      -¿Quién la trajo? ¿Qué pasó con la madre? ...creo que también existía una hermana, ¿Qué fue de ella?- interrogó el doctor atropelladamente.
     -La madre, Dios la perdone fue la culpable de la muerte de la hermanita. A Isabel la dejó en ese estado; le golpeó la cabeza varias veces con un sartén. El asunto aún se recuerda en la ciudad, por eso el municipio sufragó la estacia de Isabel en este lugar durante tantos años.
     Escuchamos el relato sintiéndonos en otra dimensión. Nos era dificil aceptar aquello. Y sin embargo, era verdad, habíamos tocado lo imposible. Algún mecanismo desconocido nos había introducido en una tragedia, un drama del que nos separaban cuarenta años y cientos de kilometros. Buceamos dentro de nuestros pensamientos durante largo rato.
La curiosidad me atormentaba, pero el miedo a parecer sospechoso, aunque no sabía de qué, me impedía  aclarar interrogantes. Al parecer el doctor López no pensaba igual.
     -¿Qué pasó con la madre?-preguntó.
     -Ya era muy anciana cuando salió de la cárcel, hace dos años.
     Se fue a vivir con unos parientes hasta que murió. Por cierto, su muerte que escándalo; la semana pasada, con lujo de crueldad, la mató un hombre desconocido.
     El destello fugaz de una idea parpadeó un instante dentro de mí, pero con voluntad cobarde lo apagué. La pregunta del doctor me sobresaltó; él había pensado lo mismo:
     -¿Cuándo murió Isabel?
     -Hace dos meses.
Entonces corroboramos, estremecidos de horror, lo que de alguna manera ya intuíamos: el trágico destino de Bulmaro.



FICHA DEL AUTOR
Elisa Carlos nació en la ciudad de San Luis Potosí, donde reside en la actualidad, es autora de tres libros Una lanza por una dama (1992) Una ayuda ficticia (1998) y Jaque a la dama (2002) en 1992 obtuvo el segundo lugar en el concurso estatal "Manuel José Othón". Actualmente se dedica a la docencia.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Amparo Dávila, cuento El HÚESPED



Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que no se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre y siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos  y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas  y de las personas. Mi vida desdichada, se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada suplique a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. "Es completamente inofensivo" - dijo mi marido mirandome con marcada indiferencia. " Te acostumbraras a su compañía y, si no lo consigues..." No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa- mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito- sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniendolo ahí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación.
Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a que hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos al rededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían la habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que era frecuente. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos de enrredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cúanto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.
En el jardín cultivaban crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begoñas y heliotropos.  Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atento, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.
Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme hubo muchas veces que cuando estaba preparando la comida veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mi... yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si no hubiera pasado.
Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mi. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más grande pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensaba que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descibría en algun oscuro rincón del corredor, bajando las enredaderas. " ¡Allí está ya, Guadalupe!"; gritaba desesperada.
Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: -Allí está, ya salío, esta durmiendo, él, él, él...
Sólo hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez en la madrugada antes de acostarme. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con el pequeño a dormir y yo quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado... Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían...
Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera... Cuando desperté lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante... Salté dé la cama y le arrojé una lampara de gasolina, que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soprotado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento... Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrello en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.
Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.
Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo... Guadalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño.
Aún no sabía explicar cómo le quite al pequeño y cómo me lancé contra él con uan tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí.
Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trato de hacerlo con el  pequeño Martín "Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así... te he explicado mil veces que es un ser inofensivo".
Pensé entonces huir de aquella casa, de mi marido, de él... Pero no tenía dinero y los medio de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quien recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.
Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en un cuarto.
-Esta situación no puede continuar- le dije un día a Guadalupe.
-Tendremos que hacer algo y pronto- me contestó.
-¿Pero qué podemos hacer las dos solas?
-Solas, es verdad, pero con un odio...
Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.
La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.
No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día, despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y sus niños durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.
Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaban hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia...
Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas que hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo en comer.
Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando lo estuvo terminado, Guadaluepe y yo nos abrazamos llorando.
Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento... Al principio golpeaba la puerta, tirándonos contra ella, gritaba desesperado, arañaba... Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos...! A veces pensabamos que mi marido regresaría antes de que estuviera muerto. ¡Si lo encontrara así...! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas...
Un día más, antes de abrir el cuarto. Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.


FICHA DE AUTOR:
Amparo Dávila, narradora y poeta mexicana. Nació en Pinos Zacatecas, pero residió gran parte de su vida y estudió en San Luis Potosí. Escribió sus primeros textos en la revista Estilo en la ciudad potosina. Suslibros son Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1964) y Árboles petrificados (1977)

lunes, 8 de octubre de 2012

Felix Barbosa, cuento PLASTA DE ARTISTA






Cinco minutos antes de la inaguración del ¨ EVARISTOTELES, el nuevo y más impactante performance¨en la Galería contemporánea, donde los exponentes ganan renombre, el eslogan colgado de los altavoces profetizaban un ¨Irremediable tiro de audacia con el cual se despediría el artista¨, frase incisiva manejada en los medios de comunicación durante la semana.
        _Posiblemente algunos no comprendan ésta, mi continua entrega, mi filiación al borde,
pero no quiero ni pienso ceder. Me llevarán definitivamente en su interior, lo deseen o no -respondió Evaristóteles ante las cámaras de televisión con lúdica fanfarronería, acentuada más tarde por los reporteros.
      En un principio, las cosas no eran así, pues nadie había logrado comprender su ópera prima, ni siquiera la intelectualidad municipal, jactanciosa e insigne versada en la ¨Internacionalidad Wave¨. Años atrás, Evaristóteles convocó a ¨presenciar el más hierático de los actos¨; esa tarde-noche, como  a las siente y treinta, apareció él, en la azotea del edificio Panorama, ataviado con un calzón blanco voluminoso, similar a un pañal, una peluca rubiorrizada, (aquí, el cañón de luz dio un efecto cupidizante), y en la espalda cargaba un carcaj repelto de flechas.

Sacó una y al apuntar hacia los presentes dijo en voz alta: "¡Ay amor clávate en el mundo! ; estos, que eran pocos, nada entendieron. Y cuando la primera jara se deshizo en el cuerpo del cultolíder, cundió un ¨aaah¨empavorecido. Sin reponerse aún de la sacudida, comprobaron que las saetas se desintegraban en granitos como de azúcar. Tras un silencio de hierro, el público salió cabizbajo y con la pupila automatizada, no obstante, la palabra hierático estuvo de moda durante varias semana.

      A tres minutos de iniciar ¨la ceremonia del año¨, los invitados recibieron  una primera sorpresa, el lugar estaba completamente vacío, sin instalación alguna o elemento que sugirieran un futuro performance; es más, ni siquiera los cuadros o las célebres efigies de mármol del catálogo de colección. Las paredes desnudas, pero insinuantes, mostraban un agresivo color naranja. En la zona central emergieron cuatro pantallas unidas que sugerían un cubo sin tapa superior, ni fondo. Al final del recinto, una gran mesa, adornada con materiales de color verde lujoso y bandejas plateadobrillantes para darle esplendor a los canapés y además, botellas de vino tinto. Hubo asombro, mas el público e incluso la crítica, intercambiaban muecas de autoridad y de poder analítico, ante un espectaculo de posible sofisticación. Hasta ese momento, la ausencia de Evaristóteles no preocupaba a nadie, pues suponían que era un ingrediente más del último performarce.

   -El arte es dolor. Lástima y controla- respondió el artista en una conferencia televisiva días atrás, cuando las preguntas sobre su concepto de arte. Quizá la declaración no causó escozor porque en otra de las presentaciones, sin haber invitado a nadie, Evaristóteles llegó con una silla a la plaza de los fundadores de la Ciudad. A esa hora, el sol era despiadado y el tráfico, también. Sus pasos lo llevaron hasta el centro, tomo asiento, erguido, casi pétreo, mientras la boca llena de espasmos hacia contrastar la mirada abierta que desafiaba la ritmica urbana. Los improvisados espectadores lo envolvieron como pretina, exluyéndolo de los edificios circundantes. Interrumpió su hilarante movimiento labial para desabotonarse la camisa que, también fue arrojada al piso acanterado;  estuvo inmóvil durante largos minutos, con el torso desnudo. La desesperación cayó entre el público y antes de que el círculo cediera, por fin, Evaristóteles se puso de pie, levantó el mentón desafiante, sus extremidades parecían troncos. La mano derecha rompió el momento inquebrantable, de su bolsillo obtuvo una navaja y el brillo metálico hizo contener la respiración de la rueda contraída en busca de una mejor pespectiva, pues el filo había iniciado su entrevista con la piel del hombre, en el abdomen.
Hilos horizontales de sangre  tejían un cortinaje pausado que poco a poco mutaba en una nueva dermis. Hubo aullidos y al otro día, la voz amarilla, periódico local, destacó en su primera plana:

DESMAYADOS  POR LA EXTRAVAGANCIAS DEL ARTE

      >.    Excéntrico sale en ambulancia
     >      Honorables ciudadanos solicitan legislación al respecto y 
             evitar locuras en lo sucesivo.

    
             _¡Bravo! ¡Bravo! Coreaban los asistentes en la galería. El momento estaba allí, pero no aún, Evaristóteles. La élite invitada a la pomposa inauguración protestó inconforme, al cortar el listón  sin cumplir lo previsto; y además, circuló en tono silente, que aunque fuera su despedida, aquello representaba una grosería del artista. Entonces las cuatro pantallas se encendieron inesperadamente y tras un breve lapso de neblina viual, apareció el rostro de Evaristóteles afeitado, como una masa radiante, sin cabello, cejas y pestañas. Los asistentes fueron atrapados con el juego de encuadres que presentaban los perfiles, el frente y la nuca del artista. Luego vino un ahogo inútil de murmullos ante la aparición del cuerpo lampiño y brilloso. A partir de ese instante, la colectividad quiso comprender el verdadero sentido del performance, pues fuera de ellos y las pantallas, nada sucedía. En eso, surgieron las enigmáticas imágenes: Una gallina veloz y su perseguidor con cuchillo en mano, al cual nunca se le vio la cabeza.
     - Debo agradecerles el que hayan venido a este, mi acto de actos- dijo Evaristóteles, en esta ocasión, la toma cerrada sobre el rostro. -Yo estoy aquí, con ustedes, sus sentidos me ven pero no han logrado encontrarme. Apelo a su más profunda intuición y sensibilidad.
      En seguida, el público de tantas cabezas giró en busca del dueño de la voz y algunos atrevidos fueron hasta las orillas, para ver si el performancero estaba entre la intensidad naranja de los muros; otros, elevaron la mirada hacia el techo en espera de encontrar un artista araña, arrinconado y observandolos desde el entramado de iluminación, los camarógrafos aguzaban el zoom y el iris, invadiendo los rincones; pero nada. Al romperse la etiqueta , el ruido de pies y manos se volvió música incidental. Las pantallas  presentaban, inadvertidas, una enorme olla colocada sobre el fuego de un calentador enorme. Otra toma, fue la del burbujeo desesperante de un caldo que duró en ebullición  varios minutos casi veinte.
Los invitados se dieron por vencidos. Un parloteo comenzaba a exigir el trazo de los límites del arte y a elogiar la comodidad, en todos los sentidos, que ofrece lo "tradicional". Otros menos ortodoxos, reflexionaban sobre la inducción psicológica del anaranjado, cuando aparecieron los labios del expositor en un extreme close-up, radicalizaba la pantomima labial, hasta el grado de aparentar una independencia diferida entre la imagen y el mensaje auditivo.
-Ustedes seran parte de mi obra maestra, tienen ese privilegio.
Volvamos concierto el desconcierto, oda o sinfonía, todo dependerá de su sensibilidad, pero, antes de que concluya esta presentación, - dijo eufórico Evaristóteles, al  momento que, algunos refunfuñaban sorprendidos al preguntar "¿Va a terminar algo que parece incompleto? " - Quiero invitarlos a degustar del magistral refrigerio dirigido por Tiburcio, mi confidente, para quien aclamo un escandaloso y anaranjado aplauso.
La luz de un reflector cayó sobre el amigo que, se encontraba cerca del acceso principal de la galería, los espectadores hicieron chocar las palmas. Ante la repentina atención, Tiburcio se inclinó agradeciendo nerviosamente.
En la mesa de fondo, los canapés dispuestos en cuadros y rectángulos cada vez menores hacia el interior, plasmaban un ejemplo de la llamada sección áurea, mediante la cual, los griegos reflejaban la perfección de las formas en el arte clásico. Los concurrentes, excepto Tiburcio, se arremolinaron sobre los bocadillos, que a decir de la mayoría, resultaron exquisitos y de un sabor inusual. Entre sorbos de vino y el sube y baja de las mandíbulas incontrolables, los ahora comensales olvidaron las palabras y la glosa técnica para definir la presentación; el placer de la verbalidad fue vencido por el de las papilas gustativas. En tanto, las imágenes en el centro de la galería mostraban un denso vapor y unas manos gigantes soltando trozos de carne sobre el receptáculo, aquello era un cuadro con efectos de acción interminable.
La concurrencia saboreaba el placentero tentempié. cuando reapareció Evaristóteles  en las pantallas, o en realidad, únicamente su voz realzada por el fondo completamente oscuro, igual que la galería  a partir de ese momento.
- No abran la puerta al miedo. La luz es engañosa y nos juega bromas pesadas. Mi performance casi llega a su fin. Hoy estamos juntos, ustedes forman parte de mí, me los llevo conmigo y yo, sin duda, soy de todos ustedes, somos uno. El arte es locura, dolor, muerte, pasión. Claro, después de esto, algunos me consideraran un dios, otros, sentirán mi esencia, como una mierda, será lo más natural, puedo asegurarlo- acentuó irónico- y yo, he asumido el riesgo...
Antes de terminar, estallaron el aplauso y la iluminación. Los invitados rastrearon el sitio con la mirada en busca del artista, todavía con la esperanza de encontrarlo. Nuevamente se escuchó la voz en la pantalla, hizo una breve despedida y mencióno varios invitados a quienes dio las gracias "por toda la eternidad".
- Especialmente a mi gran amigo Tiburcio, quien seguramente sufre, nerviosismo. No te preocupes hermano, "tira los nervios", el arte no tiene límites y aunque esto no lo termines de comprender, te estaré siempre agradecido. Eres copartícipe de mi obra maestra. Pido una ovación para él.
Evaristoteles concluyó su mensaje ante la niebla electronica emergente en las pantallas.
Ya sin un aplauso tan vehemente, la concurrencia somnolienta por el pesado refrigerio, ignoraba que tiburcio iba a exceso de velocidad, " deshaciéndose de los nervios" en la carretera principal y que, al día siguiente, La voz amarilla publicaría en primera plana:

ARTE CAUSA ENVENENAMIENTO COLECTIVO

.Críticos y público ingresaron a diversos hospitales con cuadros de severa diarrea.
. Las autoridades investigan al responsable de los refrigerios...
. Aún se ignora el paradero del  artista instalador.

Más información en interiores.



FICHA DEL AUTOR:
Juan Felix Barbosa nació en la Ciudad de San Luis Potosí, México en 1970, estudió en la Universidad Autónoma de San Luis, la licenciatura de ciencias de la comunicación. Este cuento esta dentro del libro :"Las antíporas de noche"











sábado, 7 de enero de 2012

EL MIEDO, ENTRAÑABLE COMPAÑERO



PROLOGO
 Gabriela D´Arbel

El miedo entra imperceptible y se vuelve parte de nuestra realidad. Es un mecanismo de defensa contra peligros reales o imaginados, concretos o simbólicos, externos o internos. El miedo cumple una función en el proceso de relación con el mundo, una función paradójica, por un lado protectora y por otro paralizante. El miedo está presente durante toda la vida del ser humano, como especie y como ser. No podemos evadirlo, será un compañero tenaz durante toda nuestra existencia.

El miedo no siempre tiene la misma forma, se disfraza, cambia de textura de color. Está en el deseo. Deseo y temor son las dos caras de la misma moneda. Está presente en aquellos que buscan formar parte de la eternidad  y al final terminan abatidos por el dolor y las consecuencias de tales deseos. Está en la irresponsabilidad de abrir puertas prohibidas, con la buena, pero errónea intención de entender el origen y el porqué de nuestra existencia.  En algunas ocasiones habita en la desesperada necesidad de llevar el arte a las últimas consecuencias, perdurar, formar parte de la memoria colectiva.

En mi búsqueda por encontrar dentro de la literatura potosina  buenos narradores en el género de terror, encontré cuentos  interesantes y de gran calidad donde los autores tratan el tema del miedo con eficacia, originalidad y de maneras diversas. Este trabajo sólo pretende ser una muestra de literatura que incluye escritores que tratan el tema del terror de formas diversas y de este modo invitar al lector a buscar más textos y más Autores mexicanos. En este libro incluyo escritores como Amparo Dávila, narradora excelente. Dentro de su cuento “El huésped”  el peor enemigo es de abandono, físico y psicológico donde una mujer lucha contra un siniestro personaje, que su esposo introduce en un hogar ya desecho. Esto es la puntilla que rompe con lo que queda de tranquilidad volviendo insoportable la situación. la escritora, con una narrativa hábil describe lo que no se ve, lo impreciso y lo inquietante. Construye una historia donde el miedo llega en señales silenciosas.  

 El  cuento     “El destino de Bulmaro” de Elisa Carlos nos muestra con un lenguaje  sencillo y eficiente, una historia singular. Donde los  personajes son tan carnales que por accidente podemos incluirlos como parte de nuestra realidad. En estas líneas se transforma lo cotidiano en excepcional. A medida que el lector va siguiendo las historia de este cuento crece la tensión, y sólo se logra romper con un final, indudablemente sorpresivo.

Plasta de artista, es una historia atrapada en  una atmósfera urbana, donde Félix Barbosa plasma las inquietudes del artista contemporáneo ante un mundo desencantado e indolente, la voz narrativa recrea con frescura y naturalidad a los personajes inquietantes de esta historia. 

El cuento breve La Yaya, en este relato regresa la figura mítica de la bruja, del peso de la culpa y cómo los actos trascienden más allá de la persona, a otras generaciones. 

En muchas ocasiones la ciencia es benévola, pero no en el cuento “La finca” de Antonio Pérez, donde los personajes son torturados, por un nuevo descubrimiento, en un afán de prolongar un poco más su patética existencia. La construcción de los personajes y la vasta imaginación del autor vuelven a este cuento, inolvidable.

Roberto Collis en su relato “Para que una mujer conciba” nos lleva por lugares donde todo se vale. Lo tradicional y mágico y  lo totalmente racional chocan en un contraste brutal que cambia la realidad de los personajes.

Estamos conectados al miedo por un cordón umbilical del que no podemos prescindir, nos vuelve cautos, nos aleja del peligro, pero también construye sensaciones placenteras dentro de nosotros que pueden parecer ilógicas, sin embargo disfrutamos, nos sorprende,  sin duda alguna pone a funcionar nuestra afición romántica a cualquier tipo de emoción.