miércoles, 7 de noviembre de 2012

Antonio Pérez, cuento LA FINCA




La finca ya no esta abandonada. Alguien la ha pintado de amarillo, levantó los barandales rotos y estacionó un vehículo nuevo frente al pórtico. Ahora resalta entre los árboles a la orilla del río, en la parte donde se forman pequeñas laguna. Puede verse por la carretera a dos kilómetros de distancia y si se observa un momento sin mover los ojos, parece una flor tirada en la alfombra. Tal vez la parte trasera de la casa se ha caído junto con le laboratorio, o los nuevos dueños lo han encontrado y no saben que hacer con él. Quizá también limpiaron el camino a casa y aplanaron la tierra de los patios para sembrar pasto. Hicieron muchos hallazgos durante la mudanza y posiblemente todavía lo estén haciendo. Pero nunca van a encontrar las dos tumbas.
Al salir de la segunda curva disminuyó la velocidad y miró detenidamente  la finca. Es como si por primera vez platicara con los dos ancianos en el jardín abandonado de la casa. Ellos eran los únicos que ahi vivían desde hacía más de un siglo con algunas interrupciones. Yo los maté en mis días de estudiante cuando viví con ellos y si resucitaran volvería a matarlos. A ellos los conocí una tarde muy soleada. Estaban descansando sentados en el filo de la puerta mientras se cubrian el sol  con sus viejos sacos negros. tardaron mucho en atenderme, como si no notaran mi presencia o fuera yo uno de los miles de pájaros metálicos labrados en la reja. Luego platicamos un poco y al final me quedé a trabajar en la finca a cambio de un salario regular, cuarto para dormir y no hacer preguntas.
Al compararlos de cerca, parecía como si entre ellos existiera una diferencia de cien años de edad. Luis Ramón era el más viejo y el único saludable. A veces pasaba la noche leyendo en voz alta para el otro anciano  que siempre se quedaba dormido en la silla de ruedas. Guillermo estaba enfermo y su salud empeoraba, despedía un olor a podrido y penetraba con manchas líquidas los lugares donde se quedaba quieto un momento, o bien se le desprendía de todos lados unas minúsculas vendas, dándole la imagen de un pordiosero con el cuerpo tatuado de copos de nieve.
Nunca me dieron sus nombres, yo lo supuse por una plática, después supe que eran padre e hijo.
Ante el tedio de la inactividad me puse a limpiar la casa, una habitación cada día,  pero al cabo de dos semanas me prohibieron hacerlo en las alcobas ocupadas por ellos en la parte trasera de la casa.
Ahí es donde escasamente disfrazada. en la pared, con algo parecido a un toallero y no era otra cosa sino una cortina corrediza. La vi por casualidad una noche cuando pasaron haciendo ruido y maniobrando cosas.
A veces era notoria la ausencia de Guillermo, a quien dejaba de ver por espacios de un mes. De hecho él nunca aparecía solo, más bien era otro anciano quien lo llevaba por todas partes y a veces parecía olvidarse de su hijo. Entonces se escuchaban resoplidos o gritos en el fondo de la casa, otras veces una vibración sobre el piso o golpes en la pared del laboratorio, pero no podía investigar. Así fue a lo largo de un año, hasta una ocasión cuando llegué muy temprano y encontré a Guillermo tirado junto a la silla de ruedas. Quise ayudarlo, pero lo solté inmediatamente porque no había en él ningún rastro de vida. Estaba frío, con los ojos abiertos, completamente rígido. De pronto apareció Luis Ramón y me pidió que lo acostáramos en mi cama. Esperé un poco en la puerta por si necesitaba ayuda, pero se negó, únicamente me dijo que regresara hasta el lunes y puso algo de dinero en mi bolsa.
Regresé  una semana después del incidente. Ahí estaba Luis Ramón soportando los gritos de dolor del otro anciano que permanecía sentado en la orilla de la cama. Lo estaba enseñando a peinarse mientras le decia que el dolor era pasajero y le besaba las mejillas en medio de una plasta de saliva albuminosa  y repleta de espuma blanca. Me acerqué muy lentamente para no interrumpir, pero luis Ramón advirtió mi presencia. Nos miramos largamente y él empezo a hablar de las maravillas de la ciencia y cómo ésta había obrado por el hombre de la cama. Yo me limitaba a seguir callado, sin apartar la vista de ninguno de los dos, en especial de Guillermo a quien creía muerto y sin embargo estaba en la cama retorciendose de dolor.
Guillermo tardó mucho en recuperarse. Ahora apestaba más y dejaba manchas purulentas por todos lados donde pasaba la silla de ruedas. La casa olía muy mal, al extremo de sólo ser posible comer en el patio. Fueron dos meses entre gritos, ruidos extraños y pequeñas agonías. Entonces emprendí verdaderas búsquedas por la casa, sobre todo cuando supe que Guillermo tenía ciento veinte años y su padre ciento sesenta. Pero a pesar de mis investigaciones supe algunas de sus cosas como las veces cuando pasanban horas enteras unidos por los labios, o del silencio de Guillermo al soportar los golpes de su padre.
También a mi me besaban, o hacían cosas por el estilo conmigo. No sé exactamente el modo, pero la primera vez fue al terminar la cena y me acosté temprano porque tenía mareos. Ya estaba acostado cuando fueron hasta mi alcoba sin hacer ruido. Luego de varias horas Luis Ramón entró a gatas con algo que olía a hospital, lo dejó junto a la almohada y se fue.
Después recuerdo su cara pegada junto a la mía, sus gestos como de quien mira dentro de un vaso cuando sorbe con un popote. No pude moverme ni hacer nada, aunque tampoco puedo decir si lo sentía molesto o no. Me dio asco, pero pensé que era por el vino de la cena. Esa noche no soñé nada tampoco las siguientes, sólo recuerdo imágenes repetitivas en color amarillo y lo dificil de levantarme en la mañana. Desde la noche tampoco salí de la casa. Eran como dos trapos arrastrandose por el suelo y sin embargo les tenía miedo, me daba miedo la capacidad de Guillermo para soportar los puñetazos de su padre sin moverse de su lugar ni quejarse, las lecturas interminables de Séneca y Baudeliere, el tarareo interminable de Luis Ramón durante el día. Luego mi horror aumentó cuando me pidieron mudarme al cuarto inmediato al laboratorio. Yo los obedecía sin reparar en nada y hasta cooperaba con ellos, incluso cuando pusieron unas placas de acero bajo mi cama.
La noche que los maté fue especialmente angustiante por la tos reseca y los quejidos de Guillermo. Esa vez entré al laboratorio antes de hacerlo ellos. Después de un largo silencio aparecieron por el pasillo, pero el hijo iba amordazado y con las manos atadas a la silla de ruedas. Yo los observaba desde un gabinete abandonado al extremo del salón. Por fin una vez encerrados por dentro, quitó los trapos de la cara y manos de Guillermo, después lo colocó en la plancha. Este gritó que lo dejara morir definitivamente porque ya no resistiría otra resurrección. Luis Ramón seguía en lo suyo, preparando algunos instrumentos, luego sacó de un cajón montones de vendas y las puso en la plancha, donde estaba el inválido. También encendió una luz blanca, muy intensa, algo que dejaba ver en derredor de ambos hombres una especie de fantasma amarillo con la carne llena de agujeros. Guillermo no dejaba de gritar y se enterraba las uñas en la cara. El otro estaba llorando en silencio hasta que pareció exasperarse. Tomó a su hijo por el cuello mientras le hundía los dedos en la garganta. luego lo dejó repentinamente y le hablaba entre sollozos del gran amor y finalmente de mantenerlo vivo hasta la muerte simultánea de ambos.
El hijo le preguntó a Luis Ramón si iba a matarlo. El viejo no le contestó, simplemente puso una cánula en el brazo del invalido, pero esta vez Guillermo se defendía colgándose del cuello de su padre. Así estuvieron mucho rato, sacudiéndose mutuamente hasta que el enfermo volvió a derrumbarse en la plancha. La forma amarilla desapareció entre las sombras. Luis Ramón tomó una lámpara también de luz muy intensa e hizo como si buscara por el laboratorio. Luego dio hasta donde la mancha se escondía en otra gaveta. La mancha se filtró por entre las rendijas, pero el anciano le cortaba las salidas, la hizo ir hasta un recipiente húmedo y al final la sumergió varias veces, haciendo la mímica de lavarla. También exprimió las inflamaciones de Guillermo y al final estuvo atándole la mancha al cuerpo usando las pequeñas vendas. La mancha se resistía, parecía como si un chorro de aceite gritara  porque lo acercaban a un sartén. Cuando terminó de atarla al cuerpo de Guillermo, éste volvió a convulsionarse y cayó al suelo, luego caminó de rodillas con la cara arrastrando por el piso al ritmo de la mancha que por momentos parecía iba a romper las vendas. Iba a salir de mi escondite para levantar al anciano, pero Luis Ramón abrió la puerta de la gaveta y con la lámpara me alumbró de lleno haciendo huir al otro lado del cuarto una mancha que salía de mi cuerpo. El anciano  me miraba con los ojos llenos de lágrimas e imploraba que dejara el lugar, pero no pude porque estaba muy asustado viendo mi mancha entrar al hombre en la plancha. Entonces en lugar de salir fui a la plancha y le pegué a Guillermo en la cara con los puños hasta deshacérsela. Mi mancha salió del cuerpo junto con la suya, luego anduvimos dando vueltas por el cuarto chocando en todos lados. Luis Ramón las seguía con una lámpara, pero escaparon por la alcantarilla. Hundió la cara en la cloaca y las llamas con una especie de canto parecido al ruido de un violín con las cuerdas flojas. Le pisé el cuello y así me estuve, como si con eso le ayudara a mirar más adentro del abismo. Paso un rato, pero las manchas no regresaban, luego me sentí muy triste, como si todos en el mundo se hubieran muerto por mi culpa. También yo grité y trataba de imitar el canto del anciano, sin embargo las manchas no volvieron.
Esa noche llovía mucho. Yo llevaba muchos días así y la tierra estaba blanda. Los dejé muy lejos uno de otro, Luis Ramón junto al pórtico. Guillermo atrás, en la parte sombreada donde cae la tarde, una sombra redonda y oscura sobre una ensalada de arboles pequeños. Hoy también llueve mucho, tanto que la casa queda oculta en el gris del paisaje. Parece como si el suelo se terminara para sacar los cuerpos al ras de la finca. Pero no sucederá nada a menos que sea el día del juicio final y ellos se levanten a recoger sus infecciones  y después de eso alguien los ayudará a sacar las manchas amarillas de la cloaca para luego atárselas con venditas, alguien caminando tras ellos en un eterno soportar de mal olor, de saliva untada, de resurrecciones, verlos pasarse el alma boca a boca como ellos lo hacían a escondidas y pensaban que nadie los estaba viendo.


FICHA DEL AUTOR
Antonio Pérez es un escritor y narrador Potosino, cuento sacado de su libro La tarde espumosa del hombre diferente.

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